Hemos estado casi dos años amarrados en San Gabriel, un puerto de Alicante que nos ha robado el corazón, no solo por su barrio y por sus estrelladas noches sobre el Mediterráneo, sino por los pantalaneros, esa familia improvisada que nos acogió sin preguntar.
Los conocimos en nuestros primeros días. Sus reuniones de fin de semana eran legendarias: música a todo volumen con Miguel como DJ oficial (y su altavoz que hacía temblar las tablas del pantalán), risas estridentes y el inconfundible aroma a salpicaduras de cerveza y jamón. Al principio, nos resistíamos.“¡Qué folloneros!”, pensábamos, cerrando las escotillas del Azul para ahogar el bullicio. Pero una noche Carlos e Ivana nos presentaron.
Fue así como descubrimos a Laura y Antón, Manolo, Carmen, Eva, Manolo (si, dos Manolos), Evi, Miguel y los demás. Gentes de mar, curtidos por el sol y el viento, con una generosidad desbordante. Nos adoptaron sin preguntas, invitándonos cada fin de semana a su ritual: navegar hacia “la piscina” —una cala escondida cerca del Cabo de Huertas— o pasar el día en Tabarca. Antón y Manolo eran los más insistentes: “¿Os venís hoy? ¡El agua está como un plato!” Yo siempre declinaba, enredado en trabajos interminables a bordo o en las excusas que susurraba mi cabeza. Ahora pienso que ojalá hubiera aceptado alguna vez acompañarles, para sentir con ellos el viento pegajoso de sal en la cara mientras reíamos por cualquier tontería. Pero así es la vida: a veces te pierdes momentos por mirar demasiado hacia adentro.
Luego estaba Xema, “el Xemita”, nuestro vecino cascarrabias de corazón tierno. Un lobo de mar que solo veíamos de noche, arrancando el motor de su barco con gesto serio. Tardamos meses en romper su coraza pero, cuando lo hicimos, descubrimos a un aliado inesperado. Fue él quien nos ayudó a remendar el desgarrón del Génova, guiándonos con sus toscas manos y su paciencia de abuelo. “Esto hay que coserlo con hilo de vela, no con esas porquerías de plástico”, gruñía, mientras el sol del mediodía nos chamuscaba la nuca.
Y cómo olvidar a Pedro y su mujer, dos amantes del mar que, aunque no eran pescadores de oficio, llevaban la sal en las venas. Aquel invierno, Pedro trajo un atún gigante, tan enorme que tuvieron que usar la driza del KRAIK (el velero de Carlos e Ivana) para izarlo a tierra. Con su gesto generoso de siempre, lo repartió entre todos. Esa noche, el pantalán se transformó en un festín improvisado: parrillas humeantes, cervezas frías y el dulce-amargo del limón sobre la carne fresca. No hubo discursos ni planes, solo el instinto de celebrar juntos, como siempre debería ser.
Ahora, mientras preparamos el Azul para zarpar, miro hacia atrás y sonrío. San Gabriel ya no es un simple puerto en el mapa: es el olor a sal mezclado con tabaco de Xema, el eco de Miguel pinchando “La Bamba” a las 3 a.m., y el sabor de aquel atún que supo a complicidad. Volveremos, no sé cuándo, pero volveremos. Porque algunos lugares no se quedan en la memoria: se clavan en el alma. Gracias, pantalaneros, por recordarnos que el hogar a veces flota.